sábado, 1 de junio de 2013

DE ESTAMBUL A VENECIA. DÍA 8.

Venecia está bien; pero se han pasado regando las calles.

Apenas hemos dormido en toda la noche. Tuvimos que llevar las maletas hasta los ascensores ya que la recogida se había hecho a su hora. Afortunadamente el personal encargado se portó de forma comprensiva con nosotros, que nos deshacíamos en disculpas. Nos dicen que los últimos pasajeros llegaron a sus camarotes cerca de las cinco de la mañana.
Cuando dieron las seis, ya estábamos levantados, a las 6:30, el equipaje de mano estaba en consigna y a las siete, el camarote estaba libre.
Vamos a desayunar y a coger fuerzas para un día que va a  a ser largo. Somos tres grupos los que vamos en la excursión, que se retrasa media hora. No vamos a salir a las 7:30 como estaba previsto, sino a las ocho.
Nos embarcamos en el vaporetto y, oh sorpresa, nos llevan por la Guidecca en vez de hacerlo por el Gran Canal. Es más rápido por aquí, nos dicen. Ni siquiera es más barato, parece que hay prisas.
Nos llevan hasta San Marcos y la guía nos va describiendo lo que sabe todo el mundo. O al menos eso es lo que me pareció, no sé si debido al cansancio o al cabreo enfado.


Me entretengo más de lo prudente admirando la portada de la Catedral (ni soñar con entrar a verla), no me interesan el Campanil, ni la perspectiva de la plaza, ni siquiera el Palazzo Duccale. Es tan, tan bonita que hasta olvido, por un momento, lo del Gran Canal. Todo ello a pesar de que está en obras y no es posible admirarla en todo su esplendor.
Nos conceden diez minutos de asueto "para hacer fotos". Y ahora resulta que ¡Maldita sea! me estoy quedando sin pilas y las buenas, las cargadas, están en la maleta que se llevaron anoche.
(Y la culpa es mía, solo mía).
Intento ahorrar todo lo que puedo porque quiero dejar alguna foto para el paseo en góndola. Afortunadamente me administré bien y anduve justo.
Pasados los "diez minutos", hay gente que no llega al lugar de encuentro para continuar la visita. La guía cuenta y recuenta, por fin, todos. Tanto ha contado que me quedo con la cifra: Somos 26 en el grupo.
Vamos hacia el embarcadero de las góndolas y paramos un momento ante el Puente de los Suspiros. Nada romántico ¿Eh? El puente une el Palazzo Duccale con las mazmorras de la Inquisición y recibe ese nombre por los lamentos de los presos que, al cruzar el Puente, sabían que veían  la luz del día por última vez en su vida.
Llegamos al embarcadero de las góndolas. En cada una pueden viajar 6 personas.Sujeto a Mary Paz por el brazo y nos quedamos los últimos de la fila, le recuerdo que fui profesor de Matemáticas y que 26 no es divisible entre 6 y que si tenemos un poquito de suerte, vamos a tener góndola para nosotros solitos.
Bueno, al menos las últimas cuatro parejas nos hemos repartido entre las dos últimas embarcaciones y no vamos solos; pero sí cómodos. Eso si, haciéndoles la" pugneta" a esos dos tortolitos con aspecto de recién casados con los que compartimos viaje.
El gondolero, ni lleva camiseta de rayas azules, ni nos canta "Oh, Sole mío".  No para de reñirme porque dice que me muevo mucho y que lo voy a echar al agua. ¡Lo único que he hecho ha sido intercambiar las cámaras con nuestros compañeros para las respectivas fotos!
Advierto: La góndolas no andan verticales, tienen una ligera inclinación hacia la izquierda por lo que la borda de babor está más cerca del agua que la de estribor. ¿Me explico? Parece ser con la intención de compensar la tracción de un solo remo.
"Cutre" es el neologismo que se utiliza actualmente para describir lo sórdido, lo feo, lo obsceno, los lóbregos rincones que nos enseñaron. Las puertas traseras de los edificios, los canales secundarios más sucios, los de las basuras flotando. Y es cierto, Venecia huele mal; pero es por estos rincones. Y dicen que eso es romántico.... ¡Ja!
Si alguna vez volvemos, prometo no volver a meterme en una góndola.
A las diez de la mañana la excursión había terminado. Recogimos los equipajes, tomamos un bocado y partimos rumbo a aeropuerto Marco Polo.
Advertencia. En la zona de embarque de este aeropuerto, solo hay una cafetería y no tiene sitio para sentarse a tomar el café. Hay que irse a los clásicos asientos de las salas de espera, sin mesas, y tener el vaso todo el tiempo en la mano.
Un vuelo rápido y relativamente corto nos deja en Barajas a primera hora de la tarde. No hay control de pasaportes, por lo que pasamos directamente a las cintas de recogida de equipajes. Tardamos una hora en ver llegar la primera maleta, pasa una docena o poco más y la cinta se detiene. Diez minutos después vuelven a pasar otras doce o catorce maletas y se vuelve a detener y, allí nos tenéis que entre la salida de la primera de nuestras maletas y la llegada de la segunda pasa un cuarto de hora.
Trescientos kilómetros más y estamos en casa. Justo, justo, se acaba de poner el sol.

domingo, 30 de octubre de 2011

MI BOTELLA DE COÑAC DE CIEN AÑOS.

Casi un año sin fetiches. Algunos me lo habéis recriminado justamente. A ver si consigo ser un poquito más constante.
¿Me perdonáis?
Tengo el placer de presentaros mi botella de coñac de cien años.
Bueno, no es coñac, es brandy. No cuajó aquella idea de los años sesenta de llamarlo jeriñá o jeriñac, de lo que, por otra parte, me alegro. No tiene cien años, cuando se embotelló los cien años los tenía la solera de la que procede y a estas alturas hay que sumarle los trienta años que han pasado desde que pasó a la botella.
El precinto de lacre, y su etiqueta garantizan su edad y la numeración de la botella su limitada producción. Es el ejemplar número 642 de una producción de 4144 botellas y su año de embotellado 1982.
Fue un regalo de una buena amiga por un favor que no lo merecía.
Está sin estrenar. Me inspira mucho respeto, casi miedo abrirla. Despertarlo de tan largo sueño, sin embargo los ángeles no dejan de cobrarse su tributo.
Dice la leyenda que la pérdida de volumen que experimentan las botellas de buen coñac, es "la parte de los ángeles", que vienen periódicamente a comprobar su buen envejecimiento.
Hace ya mucho tiempo que no me tomo una copa de brandy, quizá vaya siendo hora de romper la racha, descorchar la botella y tomarme una buena copa del centenario licor al pie de la chimenea.
Este invierno, si Baco es favorable.

jueves, 18 de noviembre de 2010

TRECE ARRAS DE PLATA.

Cuando nos casamos Mary Paz y yo, nos regaló mi suegro trece monedas de plata de a cien pesetas que fueron nuestras arras.


Ahora, treinta y cinco años y pico después, han vuelto a cumplir esa misión en la boda de nuestro hijo mayor.
Sin profundizar el el sentido simbólico de las arras, espero que este rito desaparezca en las ceremonias de matrimonio; pero hasta ahora ha sido así y estas trece monedas tienen un sitio entre mis fetiches.

martes, 19 de octubre de 2010

LA CUCHARA DE MI ABUELA

Mentiría si dijese que mi abuela me enseñó a guisar, nada más lejos de su intención. Si me hubiera visto con un mandil puesto, me habría amenazado con terribles mutilaciones.
Eso sí, aprendí mucho de ella.
Tenía en su casa una de esas cocinas antiguas que llamaban “económicas” y que funcionaban con carbón. Tenían unos hornillos cubiertos por una serie de placas concéntricas que se solapaban unas sobre otras dejando aparecer por debajo más o menos viveza en el fuego.
En la alacena de aquella casa había siempre un puchero con tomatada que servía para acompañar cualquier guiso.
Recuerdo a mi abuela haciendo aquella salsa en una de esas sartenes de hierro profundas, con dos asas de la que se desprendía un olor que se marcó en mi memoria con tal fuerza que nunca se me podrá olvidar.
Ella machacaba el guiso constantemente, probaba su correcta sazón y le daba vueltas con esta cuchara que, a fuerza de uso perdió la punta y quedó desgastada de esta forma tan particular.

viernes, 8 de octubre de 2010

CAJITA DE SELLOS.

En el anticuario de Lincoln donde la compré no sabían qué era. En realidad había entrado buscando otra cosa. La ví, la cogí, la abrí y pregunté el precio: ¡¡¡Dos libras!!!. No, no se había equivocado, la etiqueta autoadhesiva marcaba esa cantidad (₤ 2).
Evidentemente, la compré.
Por señas, (yo no hablo ni una palabra de inglés) la señora del anticuario me dijo que se trataba de un joyero. O eso entendí yo, ya que se señalaba el dedo anular y el lóbulo de la oreja y metía en la cajita unos imaginarios anillos y pendientes.
Puse cara de excéptico, negué con la cabeza y me llevé los dedos índice y corazón a la punta de la lengua, luego a la superficie del mostrador y dí un pequeño puñetazo encima.
- ¡Ah, stamp!
- ¡Yes!

Entoces fue cuando ella movió la cabeza, esta vez en sentido afirmativo, y repetía: ¡Stamp, yes!
Es una cajita de bronce o al menos metal dorado. Tiene un peso considerable.
No creo que sea muy antigua; pero me sirve para guardar los sellos. Y si me guardáis el secreto: También hace, a veces, las funciones de joyero.

martes, 7 de septiembre de 2010

RELOJ DESPERTADOR DE SOBREMESA

No sé su antigüedad, sólo sé que estaba ya en casa de mis abuelos a principios de los años 30 del siglo pasado.
Recuerdo a mi abuela dándole cuerda todas las noches con la llavecita que lleva sujeta a la puerta trasera, desde la que se ve toda la maquinaria.
Mi padre lo odiaba, lo llamaba despectivamente "el caldero" por el ruido que hacen sus tripas de metal cuando está en funcionamiento porque  le impedían conciliar el sueño. Cuando me casé, me lo regaló encantado de no volver a verlo.
Funcionaría perfectamente si volviera, como mi abuela, a darle cuerda todas las noches.

martes, 29 de junio de 2010

CAMPANILLA DE BRONCE

Esta es una de esas piezas heredadas que, de puro fea, estaba perdida dentro de una caja de cartón que estaba perdida al fondo de un armario y que apareció en uno de esos traslados de casa en los que lo normal es perderle la pista.

- ¿Dónde vas con eso?. ¡Con lo fea que es!. A mí de pequeña me daba miedo. Mira, además está rota.

- Pues a mí me gusta.



Y aquí la tengo, en la estantería del despacho junto a las cámaras, las antiguas máquinas de escribir, las cachimbas, la colección de minerales y fósiles...

Es una campanilla de bronce que mide 11 cm. de altura. Representa a una elegante dama vestida al estilo Luis XIV o Luis XV, de finales del S. XVIII, época en la que supongo, está fabricada la campanilla.

De vez en cuando la cojo y la hago sonar. Tiene un tintineo no demasiado agudo como de basílica, de invitar al silencio, de prestar atención.

Me la imagino en la mesa de despacho de un antepasado notario, de amplias y canosas patillas haciéndola sonar para ver aparecer por la puerta al amanuense cargando pliegos de papel con la tinta todavía fresca.