Mentiría si dijese que mi abuela me enseñó a guisar, nada más lejos de su intención. Si me hubiera visto con un mandil puesto, me habría amenazado con terribles mutilaciones.
Eso sí, aprendí mucho de ella.
Tenía en su casa una de esas cocinas antiguas que llamaban “económicas” y que funcionaban con carbón. Tenían unos hornillos cubiertos por una serie de placas concéntricas que se solapaban unas sobre otras dejando aparecer por debajo más o menos viveza en el fuego.
En la alacena de aquella casa había siempre un puchero con tomatada que servía para acompañar cualquier guiso.
Recuerdo a mi abuela haciendo aquella salsa en una de esas sartenes de hierro profundas, con dos asas de la que se desprendía un olor que se marcó en mi memoria con tal fuerza que nunca se me podrá olvidar.
Ella machacaba el guiso constantemente, probaba su correcta sazón y le daba vueltas con esta cuchara que, a fuerza de uso perdió la punta y quedó desgastada de esta forma tan particular.